La visita

06/10/2022

Todavía lo recuerdo como si fuese ayer, pero ya hace más de tres años. Iba caminando deprisa por el corredor de la planta baja de la empresa donde trabajo, un corredor que tiene unos cien metros de largada y comunica dos edificios, y en el que hay algunos sofás para recibir a las visitas si no se quiere que suban a las oficinas, cuando vi a la señora R. que estaba sentada con su sobrino, que también trabaja en la empresa.

R. también había trabajado en nuestra empresa durante más de cuarenta años hasta el momento de su jubilación, hecho que se produjo a principios de los años ochenta, poco antes del traslado de la antigua sede central de la empresa a la actual, ubicada en la parte alta de la ciudad y que es donde estamos situados en el momento de los hechos.

R. y yo habíamos trabajado juntos el tiempo suficiente para conocernos y explicarnos cosas de nuestra vida personal. R. era soltera y había centrado todas sus ilusiones en que su sobrino, con quien la vi aquel día,  pudiese entrar a trabajar también en la empresa, tanto por el tipo de trabajo como por la estabilidad que representaba aquel puesto y por la buena remuneración que comportaba.

Todavía recuerdo la alegría que tuvo, y que me manifestó claramente, el día que se confirmó que había conseguido la plaza, después de superar un difícil proceso de selección, al cual se presentaban miles de candidatos.

El hecho es que desde su jubilación no había vuelto a verla. Su aspecto físico era bueno, muy similar a como la recordaba poco antes de jubilarse, y llevaba un traje chaqueta de color burdeos que le sentaba muy bien. Incluso pensé:

—¡Caramba con R., parece que para ella no pasa el tiempo!

Mi primer impulso fue ir a saludarla, sobre todo después de que me hubiese visto, pero no me reconoció, cosa normal por otro lado, porque la última imagen que debía tener de mí era la de un joven de poco más de treinta años, con bastante pelo en la cabeza, barba y vestimenta propia de los años setenta. Ahora, en cambio, que acababa de  cumplir los cincuenta, de mi cabeza ha desaparecido aquella pelambrera, no llevo barba y voy bastante bien vestido para ir a trabajar. En definitiva, era casi imposible que me reconociera.

En aquellos momentos tenía mucha prisa porque llegaba tarde a una firma de papeles, una gestión que no me había de ocupar más de diez minutos o un cuarto de hora, por lo cual opté por saludarla a la vuelta, con la creencia de que todavía los encontraría, teniendo en cuenta el cariz de la conversación que parecía que había entre ella y su sobrino.

No tardé ni los diez minutos inicialmente previstos, cuando estaba ya de vuelta por el mismo lugar donde creía que estaban tía y sobrino. Lamentablemente ya no estaban y deduje que cada uno había tomado su camino.

—Lástima —pensé—, con las ganas que tenía de saludarla.

No me atreví a ponerme en contacto con el sobrino, porque si bien le conocía de vista y referencias, nunca nos habíamos tratado y, en aquella época, trabajábamos en departamentos distintos. No obstante, me prometí que más adelante le llamaría, me daría a conocer y le preguntaría por su tía. El hecho es que los días fueron pasando y me olvidé del tema.

Desde hace cosa de medio año, mi situación profesional ha cambiado y se ha producido la coincidencia de ser destinado al mismo departamento donde trabaja el sobrino, por lo cual recordé los hechos y le pregunté por su tía:

—Murió —me respondió.

—¡Caramba! ¿Cuándo? No debe hacer mucho, ya que hace cosa de tres o cuatro años os vi charlando sentados en un sofá del vestíbulo y estuve a punto de saludarla.

—¿Cómo? ¿Estás seguro de lo que dices? Mi tía R. murió hace más de diez años.

—¡Hostia! —exclamé—, pues, si que tengo buena percepción del tiempo transcurrido. ¡Un hecho que ha sucedido hace más de diez años y creo que sólo han pasado tres! 

—Es más —añadió— estoy seguro de que aquí nunca ha venido a verme, porque los últimos años de su vida los pasó en una silla de ruedas, ya que poco después de la jubilación sufrió una embolia que la dejó medio imposibilitada.

Callé y volví a recordar la escena. Es más, cuanto más pensaba en ello más fresco tenía el recuerdo y la extraña sensación que tuve aquel día cuando los “vi charlando tan amigablemente”, y como me miró durante unos instantes.

Le quite importancia al hecho, hasta que hace cosa de una semana, revolviendo unos papeles personales que tenía en una carpeta, aparecieron unos resguardos firmados por mí, con fecha octubre de 1997, en medio de los que había un papel, de estos que se pegan y despegan, en donde había escrito:

“Localizar el teléfono del sobrino de R. y preguntar por ella.”

Jaume Salinas nació en Barcelona a mediados del siglo pasado. Ha desarrollado su actividad profesional en una importante entidad financiera. A principios de este siglo, inició su actividad como editor. Articulista y conferenciante, es autor también de los libros “Avui convido Jo”, “Señales” y “Señales 2.0”.