Escarmiento

25/08/2022

Nunca podré olvidar aquella maldita tarde del mes de julio. Mis padres habían salido a cenar con unos amigos, por lo cual aproveché para montar una fiesta a base de pizzas y coca-colas, con tres amigas más: Lidia, Remei y Marta, una de las cuales, Lidia, nos había prometido emociones fuertes, porque era una experta en la Ouija, un instrumento que permitía conectar con ‘el más allá’, para encontrar las respuestas a cuestiones importantes respecto a los estudios y a las relaciones con los chicos de nuestra edad.

—Tenéis que creer en su poder —dijo Lidia—. Cuando alguna de nosotras haga una pregunta, todas nos hemos de concentrar en ella y dejarnos guiar por el vaso, porque este instrumento, guiado por una energía superior a través nuestro, nos conducirá poco a poco hasta encontrar la respuesta adecuada. Nos acabó de adiestrar rápidamente, antes de comenzar aquella sesión que prometía ser interesante y, porque no decirlo, llena de misterio y emoción.

Las primeras preguntas fueron las típicas: ¿cómo me llamo?, ¿qué edad tengo?, pero poco a poco la cosa fue degenerando hacia otro tipo de preguntas más indiscretas: ¿fulanita se entiende con menganito?, ¿Marc me pedirá si quiero salir con él?

Y así estuvimos un par de horas, entre preguntas más o menos serias y otras más chungas, hasta que en un momento determinado empezamos a notar un olor muy raro.

—¡Qué extraño! —dijo Lidia, mientras iba a la cocina, porque parecía que de allí salía el mal olor.

—¡Hostia, chicas! —exclamó—, ¿cuál de vosotras ha venido a la cocina y ha dejado los grifos del gas abiertos? —preguntó con mala cara a sus amigas.

—¿Pero qué dices? ¿Estás loca? No te acuerdas que hemos pedido las pizzas y nos las han traído  todavía calientes y no ha hecho falta ponerlas al horno?—le contestó Remei.

—Pues, alguna de vosotras ha tenido que tocar los grifos, porque los tres están abiertos y el gas sale a toda vela —le contestó Lidia.

El caso es que ninguna de nosotras recordaba haber ido a la cocina para nada y no supimos dar ninguna explicación racional al hecho. Cerraron los grifos y volvieron a la mesa del comedor, donde estaba la Ouija, para seguir haciendo preguntas.

—¿Ha sido un aviso? —preguntó Lidia. Un silencio sepulcral se apoderó del lugar, pero no obtuvimos ninguna respuesta satisfactoria. Poco rato después volvíamos al mismo tipo de preguntas que hacíamos poco antes del incidente de la cocina.

Finalmente, fuese porque estábamos cansadas y aquello se había convertido en una fuente de aburrimiento, ya que no contestaba a lo que nosotras queríamos, el caso es que nos cansamos y lo dejamos correr. Pusimos una peli de vídeo y empezamos a comentar que esto de la Ouija era una memez, que parecía mentira que hubiésemos creído que un sencillo vaso conducido por nuestros dedos pudiese dar algún tipo de respuesta, y así otros argumentos para autoconvencernos que allí no había pasado nada, incluida Lidia, que inicialmente la considerábamos experimentada en aquel instrumento.

Ninguna de nosotras, no obstante, pudimos dar una respuesta satisfactoria al incidente de la cocina.

Era la una de la madrugada, y cuando se acabó la película de vídeo, decidimos que era mejor que cada una se fuese a su casa, porque a la mañana siguiente los respectivos padres nos harían levantar pronto para ir de fin de semana.

Al mismo tiempo que nos despedíamos, llamamos al ascensor que había de llevar a mis amigas. Mientras lo esperábamos seguimos haciendo coña de la ouija, de nosotras mismas y de las amistades implicadas en nuestras consultas. El ascensor era un poco antiguo, con un botón para llamarlo y dos luces: la que señalaba que estaba en marcha, de color rojo, y la que indicaba que estaba disponible, de color blanco. La puerta del ascensor era de hierro, sin ningún cristal por donde ver que llegaba el aparato. Aquel día, la luz blanca estaba fundida, pero sí que funcionaba la que indicaba que estaba en marcha, que se había encendido cuando apretamos el botón para que subiese.

Después de unos minutos de espera, oímos que el ascensor había llegado a nuestro rellano y se paraba. La luz roja se había apagado. Lidia, sin mirar la puerta, la abrió al mismo tiempo que se despedía  e invitaba a las otras dos amigas a ir con ella.

—Venga va, vámonos de una puñetera vez que ya se ha hecho tarde.

—¡¡Cuidado!! —gritó horripilada Marta, al mismo tiempo que paraba a Lidia, cogiéndola por el cuerpo, que ya había comenzado a hacer el movimiento hacia el interior del ascensor. Se giró y contempló horrorizada que allí donde había de estar el ascensor no había nada, sólo un agujero vacío y negro.

Desde aquella maldita noche ninguna de nosotras cuatro hemos vuelto a tener ganas de jugar nunca más con aquel infernal instrumento del demonio. ¡Quedamos demasiado escarmentadas!

 

Jaume Salinas nació en Barcelona a mediados del siglo pasado. Ha desarrollado su actividad profesional en una importante entidad financiera. A principios de este siglo, inició su actividad como editor. Articulista y conferenciante, es autor también de los libros “Avui convido Jo”, “Señales” y “Señales 2.0”.