El color como transmisor de ideas
Vislumbrar el valor que subyace al fenómeno vibratorio del color en todas sus formas de expresión, ya sea artística, terapéutica o doméstica, nos conduce a ver que cada uno de los colores, tuvo el mismo significado en todos los pueblos de la antigüedad, aunque esos territorios no estuvieran aún comunicados entre sí. Esto puede indicarnos la existencia de un origen común, que entronca con la cuna de la humanidad. La Historia sitúa esa cuna o matriz básicamente en la ideología y la religión que desarrolló el pueblo Persa (sin entrar ahora en otras civilizaciones desaparecidas).
Hablar del color siempre significa hablar de un lenguaje. Todo lenguaje tiene un abecedario, unos signos, unos símbolos combinables entre sí, con unas características y unos valores utilizables por el hombre. El color es exactamente eso: un sistema de valores y de códigos para poder comunicar ideas. Ese código, esa combinación de símbolos y vibraciones, el lenguaje del color, fue la gran herramienta de comunicación de los valores internos de las religiones y del arte; más tarde lo fue de la heráldica, sobre todo a partir del siglo XV, y también de la medicina, a lo largo de toda la Historia y en muy diferentes civilizaciones.
El lenguaje simbólico de los colores, considerado antiguamente como una ciencia basada en ciertos códigos de transmisión, pasó de la civilización de Persia al antiguo Egipto, a la India, a China, a Grecia y también a Roma. Más tarde, esos códigos reaparecieron en el Medioevo, y los vemos en su aspecto artístico en las vidrieras de las magníficas catedrales góticas, obras de expertos alquimistas conocedores de las verdades esenciales del universo
y del lenguaje de las distintas energías, seres sensibles y conscientes del beneficio que esos efectos cromáticos aportaban en la salud y en el ánimo de los hombres.
De muy diversas maneras, el color fue utilizado siempre como lenguaje simbólico para transmitir códigos e ideas y, en resumen, como medio de transmisión de conocimiento. Por tanto, la luz y sus colores, como sistema de conocimiento y como código cromático, es pues también un medio de evolución y de superación de negatividades o situaciones insanas.
En la actualidad, con la reciente búsqueda de los valores primordiales en relación al alma del ser humano, los atributos y los valores activos de cada color comienzan a reutilizarse, en diferentes ámbitos, para el beneficio curativo y equilibrador del hombre, tanto en el aspecto biológico como psicológico, sanitario, e incluso estético/decorativo, aunque realmente aún es una minoría de artistas vanguardistas los que manejan el color desde el punto de vista energético y terapéutico.
El fenómeno del color, tanto en la antigüedad como hoy en día, entronca con el dualismo de la luz y de las tinieblas, un dualismo que nos ofrece básicamente dos prototipos de colores. Incluso antiguamente sólo se admitían dos fuerzas matriz, dos colores primigenios: el blanco y el negro, de los que se derivaban todos los colores conocidos. Conforme la religión de cada hombre se fue alejando de sus principios y se fue degradando, es decir, perdiendo grado y significado, también se fue olvidando el significado simbólico de los colores y su procedencia. En realidad podemos ver que toda religión nace de la espiritualidad y se extingue en el materialismo; eso es algo que, tristemente, venimos comprobando los hombres durante varios siglos.
Aunque, cuando se extingue una línea religiosa o espiritual, a la vez nacen nuevas visiones sobre el aspecto espiritual del ser humano. Sin embargo, este lenguaje misterioso del color, ha ido reapareciendo siempre, lleno de vida, de significado y de utilidad, a la vez que lo hacían también los valores de la verdad religiosa y espiritual. Actualmente ha resurgido en la vida del hombre esa eterna búsqueda del significado de la Realidad, en especial con lo que llamamos Espiritualidad Integral (ver Ken Wilbber) aunque estemos dentro de ese gran contexto materialista en el que hoy vivimos pero que todos, de alguna forma, empezamos a cuestionarnos.
De este modo puede decirse, sin mucho margen de error, que el arte nació de la religión. Recordemos que la pintura, la escultura y el arte estatuario, nacieron para honrar a la Divinidad y se utilizaba para ornamentar los recintos sagrados y los templos, de donde nació también el arte de la arquitectura, como una forma más de dignificar y honrar a la Divinidad. El arte no fue nunca un producto para el vulgo.
En las antiguas viviendas particulares, sobrias en sus formas y útiles en sus funciones, nadie tenía pinturas o esculturas para su goce o para el embellecimiento de las paredes; tan sólo se encontraban esas representaciones formales y cromáticas, es decir, murales, pinturas, esculturas en madera o piedra, dentro de los templos y en lugares de invocación o acercamiento a la divinidad. La popularización del arte fue muy tardía. Así pues, el arte no sólo era una manifestación estética para los profanos, sino que el arte, en todas sus expresiones, era considerado como el depositario de los misterios sacros, y un medio de comunicación humana que explicaba los principios sagrados, el origen del universo y la naturaleza de la energía divina. El lenguaje del arte informaba al vulgo de las verdades sin tiempo. Y este lenguaje complejo utilizaba dos sistemas de códigos combinados entre sí: el color y las formas arquetípicas. Cada color y cada diseño sintético o arquetípico, contenía una simbología específica,.que a su vez plasmaba una idea.
Un ejemplo de la utilización del arte como medio de comunicación lo podemos ver en las primeras vallas publicitarias de la Historia, que se realizaron alrededor del siglo X, en plena época románica en Europa; me refiero a los Pantocrátor, los murales ovalados, pintados sobre los muros de las iglesias de entonces, puros “anuncios” que informaban visualmente, (no con palabras, como ahora, sino sólo con imágenes llenas de contenido) de la existencia de un Dios todopoderoso que regía y ordenaba todo el cosmos (representado por la elipse azul alrededor de la figura central); eran pinturas al fresco llenas de símbolos encriptados en cada uno de los diseños, arquetipos, gestos o 'mudras' y colores que se observan en cada fragmento de la gran valla publicitaria, fruto todo ello de un intenso proceso de abstracción y 'esencialización' por parte de sus realizadores (que en aquella época, por cierto, aún no se llamaban ‘artistas’) y que llevaban un mensaje visual, sintético pero concreto, al pueblo, aún analfabeto.
El lenguaje de los colores se ha considerado siempre como una degradación o derivación de la lengua divina. El Génesis dice: Yo pongo mi arco en las nubes, y éste será la prenda del pacto entre Mí y la Tierra (G. 9/13). Si hacemos un breve repaso de esta materia tan poco estudiada, vemos que desde los albores de la Historia, el arco iris es el emblema de los atributos divinos. En la mitología griega, Iris es la mensajera de los dioses, y su cinturón de colores era el símbolo de la alianza entre Dios y los hombres. Los seis colores del arco iris (no siete, como veremos) y todos los tonos intermedios de esas seis vibraciones, eran los símbolos de las seis energías primarias que todo lo abarcaban, junto al blanco, color de síntesis, unión y pureza. El negro se considera el útero de la creación, la ausencia o vacuidad de la que todo parte.
Durante siglos hubo incluso reglas severas respecto a esos símbolos. El lenguaje de la geometría, así como el lenguaje cromático y los códigos que ellos contenían, era de naturaleza sagrada y, por tanto, no podía ser empleado a la ligera. Por ejemplo, en Roma, quien se ponía o quien vendía una tela de color púrpura, era condenado a la pena de muerte. También en China, quien vestía o compraba ropas con los dibujos prohibidos del fénix y del dragón, se exponía a tres años de destierro y a trescientos bastonazos en la espalda. Existía un lenguaje cromático y formal sagrado y no profanable.
Muchas pinturas indias, o egipcias, así como las pinturas etruscas, fueron todas ellas realizadas con tintas planas de color brillante, sin medios tonos y, al parecer, sólo podía ser así. Era una norma, no transgredible, el usar sólo colores puros y limpios. Tanto el dibujo como las formas y su color, se consideraba que tenían un significado profundo, útil y muy concreto, por tanto, recurrir a los medios tonos, hubiera creado confusión y por eso era severamente reprimido en su época. Sabemos también que las vidrieras de las iglesias cristianas, así como las pinturas egipcias, tienen un doble significado: uno aparente y otro oculto; uno para el pueblo, y otro regido por las creencias místicas y utilizado por los sabios, la mayor parte de ellos grandes místicos y expertos alquimistas conocedores del poder vibratorio de los números, los códigos geométricos y el color.
A partir del Renacimiento fue cuando la lengua divina de los colores quedó olvidada y la pintura pasó a ser un arte, ya no una ciencia. Tanto la pintura como la arquitectura y la escultura, contenían en sí mismas unos principios alquímicos, matemáticos y metafísicos de alto valor. La simbología de los colores tan sólo se mantuvo un poco, a nivel popular, gracias a los emblemas de los escudos de armas y al arte heráldico en general, con sus significativos esmaltes, aunque cada vez resultara más confusa la simbología heráldica, tanto la de los colores empleados como la de sus símbolos formales.
En síntesis, el color y su significado, puede considerarse el hilo de Ariadna que nos guía por el laberinto de las antiguas religiones y todo lo que de ellas se ha derivado, tanto en el campo de las artes, de la comunicación y del marketing, como en el campo de la sanación (o curación del cuerpo y del alma), de la terapéutica energética avanzada, y de la armonización sana y coherente de los espacios habitables.
Marta Povo, nacida en Barcelona en 1951, ha estudiado Historia del Arte y Antropología cultural. También se ha formado intensamente en medicinas alternativas y energéticas, capacitándose cronológicamente en Quiromasaje, Reflexología, Reiki, Cristaloterapia, Flores de Bach, Medicina Tradicional China y Acupuntura. Actualmente integra su actividad terapéutica con la pedagogía y la literatura, siendo autora de numerosos libros. Es autora de El Amor y la Muerte, CoCreación, Madeleine y Más allá de la emoción, publicados en Tarannà Edicions.